Sebastián Marroquín, conocido también como Juan Pablo Escobar, no se define por el nombre que lleva, sino por sus acciones. En un contexto donde el apellido Escobar resuena con ecos de violencia y narcotráfico, Sebastián elige trazar un camino distinto, uno alejado del legado de su padre, Pablo Escobar, el notorio narcotraficante colombiano.
El cambio de identidad de Sebastián no fue un acto de renegación hacia la figura paterna, sino una necesidad imperante de protegerse de amenazas de muerte y reclamar derechos fundamentales como la vida, la educación y la libertad para él y su familia. Este cambio, fundamentado en el amor filial y la supervivencia, subraya una ruptura no solo con un pasado turbulento, sino también con una identidad que le fue impuesta.
Marroquín revela una historia llena de complicidades y secretos, donde figuras como el gobierno sandinista y la propia CIA juegan roles críticos. Comparte anécdotas que ponen de manifiesto la connivencia entre diferentes sectores y su padre, quien en ciertos momentos, colaboró con la CIA, especialmente durante el escándalo Irán-Contras, donde las armas se cambiaron por drogas para financiar luchas anticomunistas en Centroamérica.
La muerte de Pablo Escobar es un tema que Sebastián aborda con una perspectiva única, sugiriendo la posibilidad de que su padre optara por el suicidio antes que ser capturado. Esta teoría, respaldada por conversaciones previas sobre el suicidio y el modo particular en que Pablo solía referirse a su pistola, plantea interrogantes sobre la narrativa oficial de su muerte.
Tras la muerte de Escobar, Sebastián y su familia enfrentaron amenazas que los obligaron a buscar refugio en el extranjero. La elección de Argentina como destino no fue premeditada, sino el resultado de circunstancias adversas y la búsqueda de un lugar donde comenzar de nuevo. Este traslado marca el inicio de una nueva vida para Sebastián, lejos de la violencia y el legado de su padre.
En Argentina, Sebastián Marroquín se ha dedicado a compartir su historia con el mundo, enfocándose en un mensaje de paz y reflexión. A través de conferencias y libros, busca desmitificar la figura romántica del narcotraficante y advertir a las nuevas generaciones sobre las verdaderas consecuencias de seguir un camino similar al de su padre.
Sebastián no solo confronta el pasado oscuro de su familia, sino que también invita a una reflexión más amplia sobre las dinámicas de poder, corrupción y violencia que han marcado la historia reciente de Colombia y, por extensión, de América Latina. Su testimonio es un recordatorio de que la paz y la reconciliación son posibles, incluso frente a las sombras más oscuras de nuestro pasado.
El día que Pablo Escobar quiso secuestrar a Michael Jackson
Sebastián Marroquín, hijo de Pablo Escobar, relata una anécdota singular sobre su padre, revelando una faceta menos conocida del famoso narcotraficante: su interés por la música y cómo llegó a contemplar un plan tan extravagante como invitar a Michael Jackson a Colombia. La historia surge de la curiosidad juvenil de Marroquín, quien, siendo un gran admirador de Michael Jackson, sugirió a su padre la idea de organizar un concierto privado con el Rey del Pop en su famosa Hacienda Nápoles.
Pablo Escobar, conocido por su capacidad para convertir lo inimaginable en realidad, no solo consideró la idea sino que, según Marroquín, la llevó un paso más allá. La mente maquiavélica de Escobar no se conformaba con organizar un concierto privado; ideó un plan para retener a Jackson después del evento, proponiendo una «tarifa de salida» de 60 millones de dólares. Este plan revela no solo la audacia y la desmesura de Escobar, sino también la normalización de la violencia y el secuestro como herramientas para conseguir lo que quería.
Sin embargo, este audaz plan nunca se materializó. La Hacienda Nápoles fue decomisada por las autoridades ese mismo año, lo que impidió la realización del concierto o cualquier intento de secuestro. Este episodio, aunque no pasó de ser una idea, refleja la complejidad de la vida dentro del círculo de Pablo Escobar, donde los límites entre lo posible y lo ético se difuminaban constantemente.
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