Ya no quedan muchas tintorerías japonesas en la Argentina, porque la realidad es que la «gente plancha menos». También es cierto que algunas cadenas internacionales terminaron por achicar el negocio. Y la verdadera razón es que los hijos y nietos optaron por otras profesiones distintas, dejando a las tintorerías en el ámbito de los padres o abuelos inmigrantes de primera generación.
“¿Por qué los japoneses son todos tintoreros?” La pregunta, aunque cargada de estereotipos, aparece una y otra vez entre quienes conocen superficialmente la historia de la inmigración japonesa en Argentina. Y si bien no todos los japoneses o sus descendientes se dedicaron a este rubro —también hay floricultores, comerciantes y profesionales de distintas áreas—, lo cierto es que el oficio de tintorero se convirtió en un símbolo silencioso de integración y supervivencia para una comunidad que llegó desde el otro lado del mundo a un país desconocido. Esta es la historia de cómo fue que muchos japoneses que se radicaron en la Argentina hace casi un siglo, eligieron trabajar en un oficio que hoy está en vías de extinción.
Pero para entender bien este fenómeno, hay que retroceder casi un siglo.
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El primer viaje: Kawachi Maru y la larga ruta hacia Sudamérica

Una de las postales que aún se conserva de aquellos años muestra al Kawachi Maru, un barco de la Nippon Yusen Kaisha (NYK), una de las principales compañías navieras de Japón. Entre enero de 1930 y marzo de 1931, el Kawachi Maru realizó una ruta que parecía interminable: partía de puertos japoneses como Yokohama, Nagoya, Kobe y Moji, pasaba por Hong Kong, Singapur y ciudades africanas como Mombasa, Durban y Ciudad del Cabo, hasta llegar finalmente a los puertos sudamericanos de Santos, Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires.
A bordo viajaban decenas de jóvenes japoneses, en su mayoría varones, con apenas unas pocas pertenencias, mucho coraje y escasas certezas. Venían impulsados por promesas de tierras fértiles, oportunidades de trabajo y la posibilidad de enviar dinero a sus familias. La realidad que los esperaba, sin embargo, era muy distinta.
El desafío de competir en el puerto
Uno de los relatos que mejor ilustran este choque de realidades es el de un joven ficticio, aunque representativo, llamado Higa —un apellido okinawense tan común como González o Fernández en Argentina—. Tenía apenas 18 años, pesaba poco más de 50 kilos y medía menos de 1,60 metros. Criado en un entorno rural pobre, su alimentación había sido escasa y su contextura física, frágil. A su llegada al puerto de Buenos Aires, se enfrentó a la dura competencia por trabajos pesados, como cargar bolsas en los muelles. A su lado, hombres rusos, alemanes o italianos —más grandes, fuertes y con dominio del idioma— eran los preferidos por los empleadores.
El joven Higa entendió rápidamente que, para sobrevivir, debía buscar otro camino.
La tintorería como oficio estratégico
Muchos inmigrantes japoneses en la misma situación comenzaron a insertarse en un rubro que no requería fuerza bruta ni fluidez en el idioma: la tintorería. Según algunos testimonios de la época, el oficio era originalmente desarrollado por inmigrantes españoles, pero pronto fue adoptado por los japoneses por razones muy concretas. No era necesario hablar bien el español —bastaba con saber los días de la semana, los precios y algunas frases básicas— y el trabajo consistía en una rutina constante de limpieza, planchado y atención al cliente.
Lo más importante: una vez que uno de los primeros inmigrantes conseguía empleo en una tintorería, comenzaba una cadena de recomendaciones. En su primera carta a casa, el joven Higa podía contar a sus paisanos que había conseguido trabajo estable, que no le exigían saber mucho español y que incluso podía ofrecerles compartir habitación y empleo si se animaban a venir.
Así se fue tejiendo una red de oportunidades, no solo laborales sino también sociales, que permitió a cientos de inmigrantes instalarse en el país.
Floricultura, otra vía de integración
La tintorería no fue el único camino. En zonas rurales de la provincia de Buenos Aires —como Escobar, Florencio Varela o La Plata— muchas familias japonesas encontraron en la floricultura una alternativa viable. Provenientes de un país donde la relación con la naturaleza y el cultivo de plantas tiene un profundo valor cultural, lograron desarrollar viveros y pequeños emprendimientos agrícolas. Al igual que con la tintorería, el modelo se repetía: un inmigrante se asentaba, lograba establecerse y llamaba a familiares o conocidos para sumarse al trabajo.
Hoy en día, todavía pueden verse viveros con apellidos japoneses, y no es raro encontrar flores típicas del Japón —como crisantemos o lirios— cultivadas en suelos argentinos.
El peso de las redes comunitarias

El caso de los japoneses no es único. Los chinos, por ejemplo, encontraron en los supermercados y la gastronomía un nicho económico similar. Los coreanos se destacaron en el rubro textil, especialmente con tiendas de ropa. Los bolivianos, en cambio, se hicieron fuertes en las verdulerías y el trabajo agrícola. En todos los casos, la lógica es la misma: redes de confianza, trabajo compartido y una estrategia colectiva de inserción.
Estas redes son fundamentales para comunidades que llegan a un nuevo país con poco capital económico pero con una fuerte cohesión interna. Trabajar en familia, vivir en comunidad y rotar roles son mecanismos que permitieron a muchas de estas colectividades subsistir en contextos adversos. Parte de ese legado se puede ver en muchas instituciones japonesas en la Argentina y en el Jardín Japonés de Buenos Aires.
Una historia que se repite en muchas familias

Cada familia guarda una historia propia. En el caso de quien relata esta historia —conocida a través de relatos familiares—, el abuelo llegó con la esperanza de trabajar la tierra como granjero, su oficio original en Japón. Le habían prometido la posibilidad de explotar unos terrenos, pero al llegar, descubrió que todo había sido una mentira. No había tierras, ni granjas, ni campo. Fue su primer choque cultural. Sin tiempo para lamentos, encontró refugio en lo conocido: la tintorería, donde ya trabajaban paisanos suyos.
Este tipo de experiencias se repiten una y otra vez en los relatos de inmigrantes de todas las colectividades: llegar a un lugar con una idea, y verse forzado a reinventarse para sobrevivir.
¿Un estereotipo o un símbolo?
Decir que todos los japoneses son tintoreros es, por supuesto, una exageración. Pero detrás de ese estereotipo hay una verdad profunda: muchas familias encontraron en ese oficio una forma de integrarse, de enviar dinero a casa, de construir una vida nueva sin renunciar a su identidad.
Hoy, los hijos y nietos de aquellos primeros inmigrantes ocupan lugares en todos los ámbitos de la sociedad argentina. Muchos son profesionales, artistas, científicos o empresarios. Pero en el recuerdo colectivo de la comunidad japonesa, la tintorería sigue ocupando un lugar especial: como símbolo de esfuerzo, de ingenio y de adaptación.
Porque a veces, para salir adelante, hay que saber elegir bien qué batallas pelear. Y a veces, no se trata de ser más fuerte, sino de saber lavar mejor una camisa.
* Este texto fue publicado originalmente por Agustín Kanashiro en una versión anterior del sitio en junio de 2008. El texto puede haber sufrido algunas modificaciones para adaptarlo al diseño actual.
Comentarios
Una respuesta a «Por qué los japoneses de Argentina se dedicaron a las tintorerías»
[…] como Buenos Aires, dedicándose a diversos oficios y negocios como cafeterías, bares, y luego tintorerías. Otros se dedicaron a la agricultura y a las […]