En septiembre de 2018, un grupo de descendientes japoneses (nikkei) de Latinoamérica tuvo la oportunidad de adentrarse en el corazón de la devastación dejada por el Mega Tsunami de 2011 en Minamisanriku, Japón. Invitados por el gobierno japonés, su misión era observar los esfuerzos de reconstrucción en la zona afectada.
Minamisanriku, alguna vez un bullicioso hogar para 20,000 residentes, se había transformado en una ciudad fantasma. El terremoto del 11 de marzo de 2011 y las olas monstruosas habían arrasado el 95% de la ciudad, dejando a su paso una estela de destrucción y pérdida humana. Se estima que alrededor de 1200 personas perdieron la vida, mientras los daños materiales ascendieron a miles de millones de dólares.
La incógnita persistente desde entonces: ¿era posible recuperar esta ciudad de las ruinas? A medida que el grupo se adentraba en esta zona desolada, se encontraban con una realidad inesperada. Minamisanriku ya no era una comunidad vibrante, sino más bien un nombre marcado en un mapa. A pesar de los esfuerzos para construir muros de contención y evitar futuras tragedias, el riesgo latente y la desolación mantenían a la población alejándose, reduciendo su número a 11,000 habitantes, la mitad de lo que alguna vez fue.
Las calles, ahora limpias de escombros, ofrecían un paisaje desolador. La estación de tren nunca se reconstruyó, reemplazada por un servicio de autobuses. Una ciudad que vivía del mar ahora se enfrentaba a enormes muros de protección contra él. La imagen de la desolación era interrumpida solo por una tienda de conveniencia y un edificio metálico rojo, testigo solitario de la furia desatada por la naturaleza.
Pero entre la desolación, la resiliencia se manifestaba en forma de grullas de origami, emulando el homenaje similar visto en Hiroshima. En las zonas donde el tsunami golpeó con más fuerza, casas prefabricadas albergaban a aquellos que optaron por quedarse, formando una comunidad unida por la tragedia. Separarse significaría añadir más penas a un pasado ya doloroso.
La tragedia de la escuela de Okawa
El grupo se encontró con una tragedia aún más angustiante en la escuela de Okawa. Setenta alumnos y diez docentes perecieron debido a errores en el protocolo de evacuación. Un debate político y judicial se desató mientras las familias afectadas luchaban por justicia, buscando enmendar los errores que podrían haber evitado esta tragedia.
El edificio escolar se mantenía en pie como un santuario, con aulas congeladas en el tiempo desde la fatídica tarde del 11 de marzo de 2011. La lección aprendida: entre el terremoto y la primera ola pasaron valiosos 45 minutos, pero el protocolo escolar no incluía acciones ante alertas de mega tsunami. La colina cercana, a apenas 200 metros, habría sido un refugio seguro, una oportunidad de salvación que se perdió por una falla en el protocolo.
La vida en Minamisanriku había cambiado irreversiblemente. A pesar de compensaciones millonarias, el dolor de las familias afectadas perduraba. Este trágico episodio llevó a una revisión exhaustiva de los protocolos escolares en la región.
Al dejar la zona, el grupo se enfrentaba a una dualidad: la admiración por la lucha de un pueblo por recuperarse, contrastada con la certeza de que muchos prefirieron abandonar la esperanza de que las obras evitarían futuras catástrofes. La madre naturaleza, implacable, dejó una huella imborrable en Minamisanriku.
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