A principios del siglo XX, mientras Buenos Aires se consolidaba como una metrópolis vibrante y cosmopolita, un nuevo espacio de esparcimiento capturó la imaginación de sus habitantes: el Parque Japonés. Este parque no debe ser confundido con el Jardín Japonés, aunque muchos aún le dicen Parque al predio que se encuentra en el parque 3 de febrero. El Parque Japonés fue inaugurado en 1911 en el actual barrio de Recoleta y era un magnífico centro de atracciones que se convirtió en un punto de encuentro para porteños de todas las clases sociales, ansiosos por experimentar la magia de un mundo oriental recreado con asombroso detalle.
Mucho más que una simple feria, el Parque Japonés ofrecía una experiencia sensorial completa, transportando a sus visitantes a un universo de fantasía y exotismo. Desde la imponente réplica del Monte Fuji, coronada por un intrincado sistema de trenes panorámicos, hasta la belleza serena de los lagos artificiales y la «Isla de las Geishas», cada rincón del parque invitaba a la exploración y al asombro. La magnificencia del Circo Romano, con sus espectáculos teatrales y circenses, y la variedad de juegos electromecánicos, importados en su mayoría de Estados Unidos, completaban una oferta de entretenimiento sin precedentes en la ciudad.
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Un sueño oriental en Buenos Aires: el nacimiento del Parque Japonés
La historia del Parque Japonés se remonta a 1903 cuando se anunció la aprobación de un proyecto para crear un espacio verde al estilo oriental, similar al actual Jardín Japonés de Palermo. Este proyecto inicial, ideado por Carlos Thays, director de Parques y Paseos, contemplaba casas de té, un templo y extensos jardines, pero no un parque de diversiones.
Sin embargo, la idea de un «Parque Japonés» capturó la atención del público, posiblemente por la fascinación que despertaba la cultura japonesa en aquellos años. Tiempo después, el proyecto se materializaría, aunque con un enfoque diferente al concebido originalmente.
La construcción del Parque Japonés finalmente recayó en manos del arquitecto Alfred Zucker, un alemán que había forjado una exitosa carrera en Estados Unidos, pero que se vio obligado a emigrar a Buenos Aires debido a problemas financieros. En la capital argentina, Zucker encontraría un nuevo terreno fértil para su talento, diseñando obras emblemáticas como el Hotel Plaza y el edificio de la transportadora Villalonga.
El Parque Japonés se convertiría en una de sus creaciones más ambiciosas. Inaugurado el 4 de febrero de 1911, el parque ocupaba un predio de seis hectáreas en el antiguo Paseo de Julio (actual Avenida del Libertador) y Callao, en el barrio de Recoleta. La inversión para su construcción fue de dos millones de pesos, una cifra considerable para la época, lo que refleja la magnitud del proyecto.
Desde su apertura, el Parque Japonés se convirtió en un éxito rotundo, atrayendo a miles de visitantes ansiosos por explorar sus maravillas. En su primera semana de funcionamiento, más de 150.000 personas cruzaron sus puertas, marcando un hito en la historia del entretenimiento porteño.
Alfred Zucker: la mente detrás de la maravilla arquitectónica
El arquitecto Alfred Zucker fue el encargado de dar vida al sueño del Parque Japonés. Nacido en Friburgo, Suiza, en 1852, Zucker desarrolló una destacada carrera en Estados Unidos, donde diseñó importantes edificios como la Iglesia de San Patricio en Mississipi y el Hotel Majestic. Sin embargo, un revés financiero lo obligó a emigrar a Buenos Aires en 1904, buscando un nuevo comienzo.
En la capital argentina, Zucker encontraría un ambiente propicio para su talento. Su estilo arquitectónico, influenciado por la corriente germana, se plasmó en edificios emblemáticos como el Plaza Hotel, uno de los primeros rascacielos de Buenos Aires, y el edificio de la Empresa Villalonga.
El encargo de diseñar el Parque Japonés le brindaría a Zucker la oportunidad de desplegar toda su creatividad. El arquitecto concibió un espacio que fusionaba elementos de la arquitectura japonesa con atracciones modernas, creando un conjunto armónico y sorprendente.
Su visión se plasmó en la construcción de la imponente réplica del Monte Fuji, el majestuoso Circo Romano y los pintorescos lagos artificiales. Zucker cuidó cada detalle, desde la elección de los materiales hasta la disposición de los espacios, para lograr una experiencia inmersiva que transportara a los visitantes a un mundo de fantasía oriental.
La prensa de la época elogió la genialidad de Zucker, destacando la originalidad de su diseño y la calidad de la construcción. La revista Caras y Caretas llegó a afirmar que el Parque Japonés era «mejor y más completo que el Coney Island, el Luna Park de París, o la gran White City, de Londres».
El imponente monte Fuji: una réplica a escala que dominaba el paisaje
Una de las atracciones más emblemáticas del Parque Japonés era la réplica del Monte Fuji, el pico más alto de Japón. Construida con una estructura de madera y recubierta con material que simulaba piedra, la montaña artificial se alzaba imponente en el centro del parque, dominando el paisaje.
El Monte Fuji del Parque Japonés no era solo una obra de arte visual, sino también un prodigio de ingeniería. Sus laderas estaban recorridas por 1400 metros de vías, por las que circulaba el famoso tren panorámico. Este tren, compuesto por dos vagones, llevaba a los pasajeros en un recorrido emocionante a través de túneles, valles y precipicios, ofreciendo vistas espectaculares del parque y sus alrededores.
El interior del Monte Fuji albergaba un estanque con grutas decoradas con estalactitas y estalagmitas, creando un ambiente mágico y misterioso. Además, contaba con un restaurante llamado «La Taberna del Fuji-Yama», donde los visitantes podían disfrutar de un refrigerio mientras admiraban las vistas panorámicas.
La presencia del Monte Fuji convertía al Parque Japonés en un lugar único en Buenos Aires. Era una invitación a la aventura y a la exploración de un mundo exótico, que despertaba la curiosidad y la admiración de todos los que lo visitaban.
Dos lagos y una Isla de Geishas: un remanso de paz en el corazón del parque
Para completar la atmósfera oriental del Parque Japonés, se construyeron dos lagos artificiales: el Gran Lago y el Lago Menor. Estos lagos, conectados por una cascada, no solo embellecían el paisaje, sino que también ofrecían diversas actividades para el disfrute de los visitantes.
El Gran Lago era el más extenso y permitía la navegación en canoas y góndolas. En su centro se encontraban los quioscos japoneses de las Islas de las Geishas, pequeñas construcciones con techos curvos que evocaban la arquitectura tradicional japonesa. Estos quioscos servían como puntos de descanso y contemplación, desde donde se podía admirar la serenidad del lago y la majestuosidad del Monte Fuji que se alzaba en el horizonte.
El Lago Menor, situado a un nivel más bajo, estaba conectado al Gran Lago por un canal subterráneo y un sistema de bombeo que mantenía el flujo constante del agua. En sus orillas se alzaban las ruinas del Taj Mahal, otra de las atracciones del parque, que se conectaba con el tren panorámico y con el Water Chute, un tobogán acuático que se deslizaba desde lo alto de una torre hasta el lago.
Los lagos artificiales eran un oasis de tranquilidad en medio de la bulliciosa actividad del Parque Japonés. Ofrecían un espacio para el descanso, la contemplación y el disfrute de la naturaleza, complementando a la perfección la atmósfera oriental del lugar.
El incendio devastador: el fin del Parque Japonés original
El 26 de diciembre de 1930, el esplendor del Parque Japonés se vio truncado por un devastador incendio que redujo a cenizas gran parte de sus instalaciones. Este trágico evento, que marcó el fin de una era dorada en el entretenimiento porteño, ocurrió en horas del mediodía y tuvo su origen en el sector de la montaña rusa, la emblemática réplica del Monte Fuji.
Las causas del incendio nunca fueron del todo esclarecidas, pero la prensa de la época especuló sobre diferentes posibilidades. El diario La Nación descartó un origen eléctrico y apuntó a las chispas desprendidas por las locomotoras del Ferrocarril Central Argentino, cuyas vías corrían cerca del parque. La Prensa, por su parte, también desestimó la hipótesis eléctrica y sugirió que una chispa proveniente de las locomotoras podría haber iniciado el fuego.
El incendio se propagó rápidamente por la estructura de madera del Monte Fuji, devorando la montaña artificial y extendiéndose a otras áreas del parque. Aunque no hubo víctimas fatales, los daños materiales fueron cuantiosos y la destrucción, prácticamente total. El diario Crítica tituló la noticia con un dejo de melancolía: «Ha desaparecido un pedazo de nuestra historia emocional».
A pesar de los intentos por reconstruir el parque, el incendio marcó el final definitivo del Parque Japonés original. El sueño oriental de Alfred Zucker se desvaneció entre las cenizas, dejando un vacío en el corazón de los porteños que habían disfrutado de sus maravillas durante casi dos décadas.
Cabe destacar que este no fue el primer incendio que sufrió el parque. En marzo de 1911, un incendio menor destruyó la atracción «El Terremoto de Messina» y algunas casetas de juegos. Afortunadamente, en esa ocasión el fuego pudo ser controlado rápidamente y no hubo que lamentar víctimas. Sin embargo, este primer incidente ya había puesto en evidencia la vulnerabilidad de las instalaciones del parque ante el fuego.
El incendio de 1930 no solo marcó el fin de un espacio de entretenimiento, sino también el cierre de un capítulo importante en la historia de Buenos Aires. El Parque Japonés, con su exótica belleza y su variada oferta de atracciones, había cautivado la imaginación de toda una generación, convirtiéndose en un símbolo de la modernidad y el cosmopolitismo de la ciudad.
La confusión de dos parques: El legado del nombre «Parque Japonés»
A pesar de que el Parque Japonés original cerró sus puertas en 1930 tras un devastador incendio, el nombre persistió en la memoria de los porteños. Esta persistencia se debe, en parte, a la apertura de un nuevo parque en 1939, también llamado «Parque Japonés», ubicado en el barrio de Retiro, donde hoy se encuentra el Hotel Sheraton.
Este segundo parque, construido por los empresarios Gustavo Meyers y Gaspar Zaragüeta, no tenía la misma temática ni la elaborada arquitectura del primero. Era una feria de atracciones más tradicional, con juegos mecánicos, locales de baile, un circo y la exhibición de «fenómenos humanos». Sin embargo, la familiaridad del nombre «Japonés» contribuyó a generar confusión entre las generaciones posteriores.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el segundo parque cambió su nombre a «Parque Retiro» debido a la ruptura de relaciones entre Argentina y Japón. A pesar de este cambio, muchos porteños siguieron llamándolo «Parque Japonés», lo que aumentó la confusión sobre la ubicación y las características de cada uno.
Esta confusión se extiende hasta nuestros días, como se evidencia en las discusiones que surgen cada vez que se publica una foto del Parque Japonés original. Muchos porteños, especialmente aquellos que crecieron después de la década de 1930, asocian el nombre «Parque Japonés» con el parque de Retiro, e incluso afirman haberlo visitado en su infancia.
En la década del 60, en ese mismo predio, se instaló el Italpark que funcionó hata los 90. Pero esa es otra historia.
El Parque Japonés dejó una huella imborrable en la cultura popular porteña, inmortalizado en tangos como «Garufa» y poemas como «Eche 20 centavos en la ranura», de Raúl González Tuñón. Su recuerdo se mantiene vivo en la memoria de quienes lo visitaron y en la fascinación que aún despierta entre las nuevas generaciones.
Comentarios
Una respuesta a «El Parque Japonés de Buenos Aires: cómo era el parque de atracciones que el fuego se lo devoró»
[…] El parque Japonés fue un predio de entretenimiento y juegos que existió en Buenos Aires hasta la década del 30. […]